Casi con
seguridad, y como nunca antes, emergen en buena parte de la población los
principales cuestionamientos hacia el sistema político argentino actual, que
encuentra su fundamento, como sabemos, en tres conceptos glorificados a partir
de la Revolución Francesa de 1789, como son: los partidos políticos, la
democracia y el sufragio universal. Simbióticamente, los tres fueron tomados
como ejemplos indiscutidos de la política moderna (racionalista, positivista e
iluminista) que dejaba atrás a la llamada etapa oscurantista de la religión y la tradición. Ninguno de esos
conceptos pudo haber existido sin la creación de los Estados Nacionales que,
vale decirlo para nuestra América, partieron los virreinatos hispanos para
mejor dominarlos bajo la ambición de la Pérfida Albión (Inglaterra) y otros
aliados tales como Portugal, Francia, etc.
La
última manifestación de ese viejo e histórico orden hispano en nuestro país ha
sido, a las claras, la Federación de Juan Manuel de Rosas y los caudillos
provinciales que apoyaron su política. Ese sistema federal, sin dudas, trató de
mantener las antiguas posesiones virreinales que habían sido legadas a nosotros
de modo natural. La empresa de Carlos Antonio y Francisco Solano López en el
Paraguay, sería la última que en América intentó obedecer a aquella tradición
hispánica seguida por Rosas unos años antes en Argentina.
Fue
a partir de 1870, entonces, que se consolidaría sin obstáculos a la vista el
predominio de los partidos políticos, la democracia (con sus variables liberal
y marxista) y el sufragio universal. El factor que permitió la aparición de
este tipo de construcción política en nuestro país ha sido el de la Organización Nacional que inauguró
Urquiza, y que robustecieron Mitre, Sarmiento y Nicolás Avellaneda (1852-1879).
El resto es historia conocida aunque no monótona: Hipólito Yrigoyen, primero, y
Juan Perón, después, hicieron sus respectivas modificaciones para que el
pueblo, en vez de quedar excluido de las grandes decisiones estatales, tuviera
participación en las mismas a fin de disfrutar, sustancialmente, de los mismos
beneficios que tuvieron quienes los gozaron merced al sacrificio de las
mayorías. Agrego, que Perón fue el único de ambos que entendió que por encima
de los partidos políticos se hallaba el movimiento político.
Llegados
al siglo XXI –más concretamente al año 2001-, aquel sistema inaugurado en los
campos de Caseros pero pergeñado en Europa a fines del siglo XVIII, ya llevaba
en su seno la contradicción y la desaprobación popular. Traducido: no
benefician a la patria.
Como
la crítica hacia los partidos políticos, la democracia y el acto electoral no
son algo novedoso –de hecho, los Antiguos Griegos despotricaban contra la
democracia al entenderla como lo más próximo a un estado de caos-, he rastreado
la opinión de esmerados eruditos –tales como Matías Suárez, Jordan Bruno Genta
y Charles Maurras- para entender por qué ellos sintieron que en Occidente esas
tres palabras jamás tendrían arraigo y llevaban, por consiguiente, a la
anarquía y la destrucción de los fundamentos cristianos de nuestro ser.
Suárez
en su Defensa de la Argentinidad (Plus
Ultra, 1978) apela a la semántica para advertir lo que es un partido político: Dice que es una
organización política artificial “que parten (por eso se llaman “Partidos”) a
la Nación “Total” y que se apoyan en
la ficción roussoniana de la voluntad general”. Se infiere, por lo tanto,
que los partidos políticos no
aparecen en los fundamentos políticos de la Nación Argentina porque “surgieron de la Modernidad afrancesada y
culpable, ciertamente, del deterioro en el que vivimos”. Nada más actual,
agrego.
En cambio, el voto
democrático fue impuesto –y endiosado- como una “fe absoluta” que vino a representar “el acierto metafísico de la “voluntad general”” que emana de la
infalible “soberanía popular”
teorizada por Juan Jacobo Rousseau. “La
“voluntad general” puede ser un aporte interesante para la Sociología, pero
nunca, por ser tal, debe ser considerada como verdad absoluta”, señala
Suárez. Así, la condena que pesa sobre la “voluntad general” del voto
democrático está dada por el hecho de que la democracia lo impone como resultado
de una “sagrada verdad” que no se
discute. A su vez, “llega un momento de
la Historia en que se le dice al hombre: “ni la mentira, ni la verdad, son
categorías absolutas; todo es discutible, todo se puede resolver por el ‘voto’,
porque la mayoría nunca se equivoca”. Por lo mismo, el Papa Pío IX llegó a
expresar que “el sufragio universal es
una prostitución universal”. Y no debe omitirse que por la “voluntad general”, Barrabás fue
perdonado y Jesús condenado a la crucifixión. ¿La mayoría nunca se equivoca?
El
docente y erudito Jordan Bruno Genta, demuele al sistema democrático por
confundirlo, adrede, con la idea de Patria. Para ello, cita a Ricardo Levene,
un gran macaneador en ese sentido, quien afirmaba: “Patria y democracia integran un
solo valor vivo e institucional para los argentinos”. Nada más errado,
afirma Genta, para quien esta barbaridad es hija de “la falsificación liberal y masónica de la Historia” que “nos hace perder el sentido verdadero de la
Patria”. Resulta inaceptable invocar a la democracia como si ésta fuera la
Patria misma, porque esto significaría que “servir
a la Patria es servir a la democracia; esto es, a la soberanía popular, a las
mayorías accidentales, el poder ciego del número abstracto y vacío”. Esto
último me resulta familiar, en cuanto replico en mi mente una frase dicha, a
troche y moche, por Cristina Fernández Wilhelm de Kirchner y sus adláteres: “En
2011 ganamos con el 54% de los votos y por ende soy la presidenta de los 40
millones de argentinos”. He
aquí, la dictadura del número frío que todo lo pretende abarcar, asumiéndose
una representación generalizadora que lejos está de serlo. Quien esto suscribe,
no se siente parte de su partido político ni de sus postulados…no es bueno, ni sabio,
generalizar con el cálculo matemático del voto endiosado e inexpugnable.[1]
En Guerra Contrarrevolucionaria, Jordan
Genta sostiene que “No es prudente, ni
sensato, ni razonable creer que se puede llegar a restaurar la Patria y el
mundo en Cristo por la vía democrática y burguesa del Sufragio Universal. Mas
bien, es imprudente, insensato y absurdo porque ya nos lo anticipó el propio
Marx: “El Sufragio Universal es el
gradímetro de la madurez del proletariado””.
El
francés Maurras (1868-1952), católico y opositor a los dogmas de la Revolución
Francesa de 1789, va a identificar a la democracia con una arrolladora “dictadura del número”. De hecho, va a
negarse “a suscribir aquella proposición
según la cual la verdad de una situación política debía confiarse de manera
absoluta a la decisión de una mayoría numérica, con menosprecio de la opinión
sabia y experimentada”.[2]
En la misma crítica a la democracia, incluirá a los partidos políticos que pululan
en ella, a los cuales señala como intrínsecamente contradictorios, por cuanto “Los partidos políticos democráticos, por
ejemplo, utilizaban la fuerza, pero una vez en el poder se apresuraban a
descalificarla en nombre de las leyes, la Constitución y el derecho”. El
esquema cierra perfectamente bien, si tenemos en cuenta que por el voto
democrático un partido político de la democracia se reviste de legitimidad para
hacer lo que se le antoje, dado que ya fue elegido por la mayoría que jamás se equivoca… Incurre ese partido
triunfante, entonces, en la construcción de lo que para él es correcto de
aquello que no lo es, así caiga en enormes contradicciones y arbitrariedades
insospechadas.
En La Comunidad Organizada, Perón advierte
que la democracia en sí misma no representa una totalidad, y por eso mismo, no
existe en su seno la armonía. Debido
a esto, el hombre del presente vive inmerso en una crisis de tipo materialista,
en donde “hay demasiados deseos
insatisfechos, porque la primera luz de la cultura moderna se ha esparcido
sobre los derechos y no sobre las obligaciones; ha descubierto lo que es bueno
poseer mejor que el buen uso que se ha de dar a lo poseído o a las propias
facultades”. De esta manera, el sistema democrático, amparado en esa
cultura moderna con sus teóricos y sus valoraciones, no reconoce sino los
derechos que le corresponden mas no sus obligaciones. Por lo tanto, la
democracia manifiesta apetencias egoístas e individualistas que la transforman
en un sistema ineficaz y absolutamente disgregador.
Por
último, el Artículo 1º de la Constitución Nacional de 1949 no hablaba de un
sistema político Republicano Democrático para el país sino, más bien, de uno
Republicano Federal. Así también era concebido para la Confederación Argentina
en 1853 y más aún en los pactos preexistentes a la Carta Magna. Jamás se habló
de democracia tal y como hoy la conocemos.
Por Gabriel O.
Turone
[1] Si a lo dicho le sumamos que para potenciar una estadística
electoral obraron el dinero proveniente del narcotráfico, la prebenda, el
subsidio, la extorsión, la duplicación ilegal de DNIs y otras irregularidades
más, el número porcentual surgido al final de una elección queda aún más
empequeñecido porque, encima, fue alcanzado por medios delincuenciales y/o
corruptores.
[2] Zuleta Álvarez, Enrique. “Introducción a Maurras”,
Editorial Nuevo Orden, Buenos Aires, 1965, páginas 26 y 27.