jueves, 20 de septiembre de 2018

LA DEMOCRACIA, EN LA FILOSOFIA GRIEGA Y EL "PERONISMO RENOVADOR"




Aún existe una gravísima carencia de autocrítica que permita saber qué han hecho quienes, teniendo o habiendo tenido el poder en sus manos desde 1983 a la fecha, alentaron el desastre orgánico en que hoy se ha convertido el peronismo.

Desde la muerte trágica de José Manuel De la Sota, en días recientes, he visto incesantes comentarios y alabanzas que hicieron perder el verdadero eje de su protagonismo desde el regreso de la democracia liberal como régimen impuesto en la vida política nacional, todo sin el verdadero mal que tanto él como otros protagonistas más tuvieron para el defectuoso presente de eso que alguna vez fundara Juan Perón.

Capas y capas de desviaciones, parches, prebendas, trampas dialécticas, subversiones, modernismos y negociados infames, han sido los principales y fundamentales ingredientes que motorizaron eso que se llamó “Peronismo Renovador”, tan exacto en su adjetivo como en la perdición que concretó, y consolidó, al paso de las décadas desde su origen. Su resultante es la pauperización y el atroz vaciamiento de la fuerza política más grande que ha dado Hispanoamérica. Sus protagonistas andan sueltos, otros ya duermen el sueño de los justos y varios más se alarman ante la entropía reinante.

Repasemos una de las perfidias del “Peronismo Renovador”, como es lo tocante al origen político/ideológico de muchos de sus popes: los hermanos Adolfo y Rodríguez Saá tuvieron su origen en la democracia liberal, habiendo militado, allá por los primeros años 70 en el Partido Liberal (PL) de San Luis; Eduardo Alberto Duhalde, era de la democracia cristiana, cuya expresión partidaria, el Partido Demócrata Cristiano (PDC), nace cuando el justicialismo estaba próximo a caer y pleno de apellidos, sus filas, que lo terminarían por derrocar en 1955; José Manuel De la Sota, también había nacido a la luz de la política desde la democracia cristiana; Carlos Saúl Menem era un revisionista de izquierda que, recién a mediados y fines de la década de 1960, se acercó a Perón –a quien visitó en Puerta de Hierro- y se encaramó en su movimiento para terminar abrazando el neoliberalismo más acendrado de todos los tiempos. Antonio Cafiero fue siempre un hombre de la Iglesia Católica con visto bueno y apadrinamiento del Vaticano (Opus Dei); José Luis Manzano, un hebreo con apoyatura en el poder político de los Estados Unidos que terminó defendiendo, y perteneciendo, a meros intereses empresariales. Julio Bárbaro, hombre del jesuitismo a través de su militancia en Guardia de Hierro; Esteban Righi, subversivo con fuerte arraigo entre los integrantes de la Organización Montoneros, que llegó a ocupar un puesto clave cuando la corta administración de Héctor José Cámpora, obligándolo a que liberara terroristas subversivos de las cárceles de Buenos Aires; José Octavio Bordón, que provenía del humanismo y el socialcristianismo, lo que en él influyó de manera determinante para abrazar las ideas de la socialdemocracia europea (creando en nuestro país el FREPASO, en los 90). Y así, podríamos explayarnos in extenso. Todas las expresiones políticas mencionadas recalaron en el peronismo que, cual recipiente, los acogió y así le pagaron, fagocitándolo y desvirtuándolo hasta en sus cimientos.

            Notamos que se trató de una generación intermedia que interpretó, como quiso, el corpus doctrinario del peronismo, que flaqueó en el trienio 1973-76, que sobrevivió –en no pocos casos de modo sospechoso- a los años del Proceso de Reorganización Nacional, y que, al regreso de la digitada democracia liberal, se dedicó a vengar aquel triste pasado no con miras a una mejora sustancial de la comunidad sino dentro de los límites egoístas del propio ombligo, permitiendo la aceptación de las nuevas reglas de juego (sobre todo económicas), siendo cómplices de y ante la subversión de los valores culturales, pero  cuidando con celo religioso los cargos públicos de la política para pasarla bien y terminar sus días llenos de lujosa materialidad.

            El extravío de los “renovadores” fue tan grande, que hasta ellos mismos olvidaron –o desconsideraron- el pensamiento filosófico que tenían los antiguos griegos, de los que Perón basó, en parte, su doctrina, respecto a la Democracia, por eso el cordobés De la Sota afirmaba que ellos, como renovadores, querían plasmar “un peronismo profundamente democrático”.[1] O sea, la Democracia como panacea última e insustituible de la evolución humana, condiciéndose, en algún punto, con lo planteado por Francis Fukuyama a comienzos de los años 90 del siglo XX.[2]

            Para Aristóteles, la Democracia era una de las formas malas que existían de gobierno, siendo superada por la Monarquía y la Aristocracia, pues el pensador era un fervoroso hombre que veía en la jerarquía el modelo ordenador a seguir. Como sistema lógico/político, la Democracia se pervierte cuando el que gobierna –y su séquito- se sirve de la ciudad, y no al revés, que el dirigente sirva a la comunidad en la que vive.

            Max Weber, muchos siglos más tarde, hablará en La política como vocación de quienes viven “de” la política o “para” la política, manifestando que los primeros solían ser, como desde 1983 ocurre en nuestra bendita democracia, indeseables parásitos que gozaban del esfuerzo del pueblo y que abusaban de la confianza del votante de a pie.

            Un sistema democrático aceptable es aquel en donde el empoderamiento proviene de dos sectores, de acuerdo a Aristóteles: en los libres y los pobres. Pero, y aquí viene lo intrínseco de su falla, ambos se enseñorean y terminan confinando todo hacia la demagogia. Y eso, porque, al fin y al cabo, no gobiernan en la Democracia los mejores sino el número. La Democracia ochentera de la Argentina supuso siempre la superioridad del número por sobre la calidad del dirigente; todo lo viene (des)arreglando el voto, y obtienen más cantidades de votos los que más capital aportan para las campañas. A esto último lo entendieron aquellos que, introduciéndose al mundo de la política, buscaron el enriquecimiento ilícito, su consecuente reconversión en nóveles empresarios, y la adaptabilidad y reformulación a conveniencia de todas las ideas-fuerza que, como en el caso del peronismo, les sirvieron para adaptarse al nuevo ciclo emergente de las democracias liberales.    

            Polibio, politólogo griego, dijo que una forma perversa de la Democracia era la Oclocracia, que tiene correlato en nuestra triste realidad local. ¿Y qué entendemos por Oclocracia? El pensador griego, lo definía como aquellos gobiernos “que manipulan a las mayorías para el beneficio de grupos o de los propios gobernantes y no para el interés global”.[3] Esa ha sido el tipo de Democracia que aceptaron los adláteres del “Peronismo Renovador”. Otra acepción de la Oclocracia la reconocemos como el gobierno de las muchedumbres que, desviadas de sus verdaderas intenciones, es manipulada para que actúe en pos de intereses que no son los del conjunto.

            Mientras la diosa Democracia continúe siendo el norte de la partidocracia contemporánea, entonces, como dice Alberto Buela, existirá una creciente y más profunda decadencia como nación. Hasta que “venga a esta tierra algún criollo a mandar”, como sugería el gaucho Fierro a través de la pluma hernandiana,  seremos el convidado de piedra a la hora de nuestra triste partición territorial.


Por Gabriel O. Turone



[1] “Los hombres de Perón. El Peronismo Renovador” (entrevistas), de Marta Gordillo y Víctor Lavagno, Puntosur Editores, 1987, página 212.
[2] En 1987 comenzó lo que daríamos en llamar la segunda etapa del “Peronismo sin Perón”.
[3] “Nación-Religión-Provincia en Argentina”, de Mario Rapoport y Hernán Colombo, Imago Mundi, Buenos Aires, 2007, página 41.

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