Aún existe una
gravísima carencia de autocrítica que permita saber qué han hecho quienes,
teniendo o habiendo tenido el poder en sus manos desde 1983 a la fecha,
alentaron el desastre orgánico en que hoy se ha convertido el peronismo.
Desde
la muerte trágica de José Manuel De la Sota, en días recientes, he visto
incesantes comentarios y alabanzas que hicieron perder el verdadero eje de su
protagonismo desde el regreso de la democracia liberal como régimen impuesto en
la vida política nacional, todo sin el verdadero mal que tanto él como otros
protagonistas más tuvieron para el defectuoso presente de eso que alguna vez
fundara Juan Perón.
Capas y capas de
desviaciones, parches, prebendas, trampas dialécticas, subversiones,
modernismos y negociados infames, han sido los principales y fundamentales
ingredientes que motorizaron eso que se llamó “Peronismo Renovador”, tan exacto
en su adjetivo como en la perdición que concretó, y consolidó, al paso de las
décadas desde su origen. Su resultante es la pauperización y el atroz
vaciamiento de la fuerza política más grande que ha dado Hispanoamérica. Sus
protagonistas andan sueltos, otros ya duermen el sueño de los justos y varios
más se alarman ante la entropía reinante.
Repasemos una de las
perfidias del “Peronismo Renovador”, como es lo tocante al origen
político/ideológico de muchos de sus popes: los hermanos Adolfo y Rodríguez Saá tuvieron su origen en la democracia liberal,
habiendo militado, allá por los primeros años 70 en el Partido Liberal (PL) de
San Luis; Eduardo Alberto Duhalde,
era de la democracia cristiana, cuya expresión partidaria, el Partido Demócrata
Cristiano (PDC), nace cuando el justicialismo estaba próximo a caer y pleno de
apellidos, sus filas, que lo terminarían por derrocar en 1955; José Manuel De la Sota, también había nacido a la luz de la
política desde la democracia cristiana; Carlos
Saúl Menem era un revisionista de izquierda que, recién a mediados y fines
de la década de 1960, se acercó a Perón –a quien visitó en Puerta de Hierro- y
se encaramó en su movimiento para terminar abrazando el neoliberalismo más
acendrado de todos los tiempos. Antonio
Cafiero fue siempre un hombre de la Iglesia Católica con visto bueno y
apadrinamiento del Vaticano (Opus Dei); José
Luis Manzano, un hebreo con apoyatura en el poder político de los Estados
Unidos que terminó defendiendo, y perteneciendo, a meros intereses
empresariales. Julio Bárbaro, hombre
del jesuitismo a través de su militancia en Guardia de Hierro; Esteban Righi, subversivo con fuerte
arraigo entre los integrantes de la Organización Montoneros, que llegó a ocupar
un puesto clave cuando la corta administración de Héctor José Cámpora,
obligándolo a que liberara terroristas subversivos de las cárceles de Buenos Aires;
José Octavio Bordón, que provenía
del humanismo y el socialcristianismo, lo que en él influyó de manera
determinante para abrazar las ideas de la socialdemocracia europea (creando en
nuestro país el FREPASO, en los 90). Y así, podríamos explayarnos in extenso. Todas las expresiones
políticas mencionadas recalaron en el peronismo que, cual recipiente, los
acogió y así le pagaron, fagocitándolo y desvirtuándolo hasta en sus cimientos.
Notamos que se trató de una
generación intermedia que interpretó, como quiso, el corpus doctrinario del
peronismo, que flaqueó en el trienio 1973-76, que sobrevivió –en no pocos casos
de modo sospechoso- a los años del Proceso de Reorganización Nacional, y que,
al regreso de la digitada democracia liberal, se dedicó a vengar aquel triste
pasado no con miras a una mejora sustancial de la comunidad sino dentro de los
límites egoístas del propio ombligo, permitiendo la aceptación de las nuevas
reglas de juego (sobre todo económicas), siendo cómplices de y ante la
subversión de los valores culturales, pero cuidando con celo religioso los cargos
públicos de la política para pasarla bien y terminar sus días llenos de lujosa
materialidad.
El extravío de los “renovadores” fue
tan grande, que hasta ellos mismos olvidaron –o desconsideraron- el pensamiento
filosófico que tenían los antiguos griegos, de los que Perón basó, en parte, su
doctrina, respecto a la Democracia,
por eso el cordobés De la Sota afirmaba que ellos, como renovadores, querían
plasmar “un peronismo profundamente
democrático”.[1] O
sea, la Democracia como panacea
última e insustituible de la evolución humana, condiciéndose, en algún punto,
con lo planteado por Francis Fukuyama a comienzos de los años 90 del siglo XX.[2]
Para Aristóteles, la Democracia era una de las formas malas
que existían de gobierno, siendo superada por la Monarquía y la Aristocracia,
pues el pensador era un fervoroso hombre que veía en la jerarquía el modelo
ordenador a seguir. Como sistema lógico/político, la Democracia se pervierte cuando el que gobierna –y su séquito- se
sirve de la ciudad, y no al revés, que el dirigente sirva a la comunidad en la
que vive.
Max Weber, muchos siglos más tarde,
hablará en La política como vocación
de quienes viven “de” la política o “para” la política, manifestando que los
primeros solían ser, como desde 1983 ocurre en nuestra bendita democracia, indeseables
parásitos que gozaban del esfuerzo del pueblo y que abusaban de la confianza
del votante de a pie.
Un sistema democrático aceptable es
aquel en donde el empoderamiento proviene de dos sectores, de acuerdo a
Aristóteles: en los libres y los pobres. Pero, y aquí viene lo intrínseco de su
falla, ambos se enseñorean y terminan confinando todo hacia la demagogia. Y
eso, porque, al fin y al cabo, no gobiernan en la Democracia los mejores sino el número. La Democracia ochentera de la Argentina supuso siempre la superioridad
del número por sobre la calidad del dirigente; todo lo viene (des)arreglando el
voto, y obtienen más cantidades de votos los que más capital aportan para las
campañas. A esto último lo entendieron aquellos que, introduciéndose al mundo
de la política, buscaron el enriquecimiento ilícito, su consecuente reconversión
en nóveles empresarios, y la adaptabilidad y reformulación a conveniencia de
todas las ideas-fuerza que, como en el caso del peronismo, les sirvieron para
adaptarse al nuevo ciclo emergente de las democracias liberales.
Polibio, politólogo griego, dijo que
una forma perversa de la Democracia
era la Oclocracia, que tiene
correlato en nuestra triste realidad local. ¿Y qué entendemos por Oclocracia? El pensador griego, lo
definía como aquellos gobiernos “que
manipulan a las mayorías para el beneficio de grupos o de los propios
gobernantes y no para el interés global”.[3]
Esa ha sido el tipo de Democracia que
aceptaron los adláteres del “Peronismo Renovador”. Otra acepción de la Oclocracia la reconocemos como el
gobierno de las muchedumbres que, desviadas de sus verdaderas intenciones, es
manipulada para que actúe en pos de intereses que no son los del conjunto.
Mientras la diosa Democracia continúe siendo el norte de la partidocracia
contemporánea, entonces, como dice Alberto Buela, existirá una creciente y más
profunda decadencia como nación. Hasta que “venga
a esta tierra algún criollo a mandar”, como sugería el gaucho Fierro a
través de la pluma hernandiana, seremos
el convidado de piedra a la hora de nuestra triste partición territorial.
Por Gabriel O. Turone
[1] “Los hombres de Perón. El Peronismo Renovador”
(entrevistas), de Marta Gordillo y Víctor Lavagno, Puntosur Editores, 1987,
página 212.
[3] “Nación-Religión-Provincia en Argentina”, de Mario
Rapoport y Hernán Colombo, Imago Mundi, Buenos Aires, 2007, página 41.
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